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“Nosotros la creamos, vosotros la alimentasteis”. La inteligencia artificial y nosotros

por Gabriele Vestri

En los últimos años, el vertiginoso avance de la inteligencia artificial (IA) ha transformado la forma en que vivimos, trabajamos y entendemos el mundo. Desde asistentes virtuales que organizan nuestras agendas hasta algoritmos que predicen patrones complejos en la economía o la medicina, la IA se ha integrado profundamente en nuestras vidas. Sin embargo, este desarrollo plantea una cuestión esencial: ¿qué papel jugamos los seres humanos en la alimentación y crecimiento de estos sistemas? La relación entre los sistemas de IA y quienes los alimentan es compleja, multifacética y cargada de dilemas éticos. 

Nosotros la creamos, vosotros la alimentasteis”. Esta frase, extraída del episodio 7, temporada 2 del podcast Titania, de Manuel Bartual, representa un buen resumen de esta a veces extraña relación entre los sistemas de IA y nosotros. .Para comprender esta relación, es fundamental entender cómo funcionan los sistemas de IA. En su esencia, la IA no es más que una herramienta avanzada capaz de procesar enormes cantidades de datos para identificar patrones, realizar predicciones y ofrecer soluciones. Pero, más allá de su sofisticación técnica, la IA es profundamente dependiente de los datos que recibe: datos que generamos los seres humanos a través de nuestras interacciones digitales, comportamientos y elecciones diarias.

Los modelos de aprendizaje automático, por ejemplo, requieren grandes volúmenes de datos para entrenarse y mejorar. Estos datos provienen de diversas fuentes: redes sociales, transacciones comerciales, dispositivos inteligentes e incluso nuestras consultas en motores de búsqueda y en las mismas IA generativas. La calidad, diversidad y cantidad de estos datos son cruciales para el rendimiento de los sistemas. Así, aunque los desarrolladores crean la estructura técnica de la IA, nosotros, como usuarios, contribuimos diariamente a su crecimiento y perfeccionamiento.

La participación humana en la alimentación de sistemas de IA plantea varias dificultades. En primer lugar, está la cuestión de la privacidad. Cada vez que usamos una aplicación, compramos en línea o compartimos información personal, alimentamos a estos sistemas con datos que a menudo son recopilados sin un consentimiento claro o con una comprensión limitada de cómo serán utilizados. En segundo lugar, surge el problema de los sesgos. Los sistemas de IA heredan y amplifican los prejuicios presentes en los datos con los que se entrenan. Si los datos de entrenamiento contienen discriminación, desigualdades o estereotipos, la IA los replicará, perpetuando así las mismas injusticias que debería ayudar a resolver. Esto nos lleva a reflexionar sobre nuestra responsabilidad colectiva: ¿no somos también culpables de los resultados sesgados de la IA al proporcionarle datos que reflejan nuestras propias fallas sociales?

Si bien los sistemas de IA tienen un papel activo en el procesamiento y análisis de datos, es crucial reconocer que los humanos también participamos en su expansión y aplicación. Nuestra responsabilidad no termina con el acto de alimentarlos. Los desarrolladores, por su parte, deben diseñar sistemas más éticos y transparentes, mientras que los usuarios deben ser conscientes del impacto de sus interacciones con la tecnología.

Los gobiernos y las organizaciones también tienen un papel clave. Es necesario establecer marcos regulatorios que garanticen el uso ético de los datos, protejan la privacidad y promuevan la inclusión. Afortunadamente, disponemos de ciertos marcos regulatorios de importancia. Entre otros, el Reglamento General de Protección de Datos y el más reciente Reglamento Europeo de Inteligencia Artificial. Al mismo tiempo, deben fomentarse iniciativas educativas para que las personas comprendan cómo funciona la IA y cómo influye en sus vidas. La IA es, en muchos sentidos, un espejo de la humanidad: refleja nuestras capacidades, valores y, a menudo, nuestras debilidades. Si queremos que la IA sea una fuerza positiva para el progreso, debemos asumir nuestra responsabilidad en su desarrollo y uso. De hecho, la IA, en ausencia de las interacciones humanas que la nutren y orientan, enfrentaría un profundo estancamiento en su capacidad para aprender, adaptarse y evolucionar. Su funcionamiento está intrínsecamente ligado a los datos y las instrucciones que los seres humanos le proporcionan a lo largo de su desarrollo. Reflexionar sobre este escenario nos lleva a imaginar las consecuencias de un mundo donde la IA careciera de esta interacción vital. Sin el flujo constante de datos humanos, los modelos de aprendizaje automático se quedarían atrapados en un ciclo de obsolescencia. La capacidad de la IA para ofrecer resultados útiles o precisos se vería gravemente afectada, ya que su aprendizaje depende de identificar y construir sobre patrones preexistentes, algo imposible sin acceso a nuevas experiencias. Además, en contextos donde la personalización es clave, como en asistentes virtuales o sistemas de recomendación, la falta de retroalimentación humana haría que la IA perdiera su eficacia. Incapaz de ajustar sus respuestas o comportamientos a las cambiantes necesidades de los usuarios, se podría volver irrelevante.

Por otra parte, la perpetuación de sesgos iniciales sería inevitable. Los sistemas de IA suelen heredar las limitaciones y prejuicios de los datos con los que fueron entrenados. Sin intervención humana para corregir o enriquecer estas perspectivas, estos sesgos no solo permanecerían, sino que podrían agravarse con el tiempo. Asimismo, la evolución tecnológica misma quedaría detenida. La creatividad y el ingenio humanos son la fuente de nuevas aplicaciones y direcciones para el desarrollo de la IA. Sin esta chispa inspiradora, la tecnología se mantendría estática, incapaz de abordar problemas emergentes o plantear innovaciones significativas.

La dependencia de datos históricos también se convertiría en una trampa. La IA se limitaría a operar con información del pasado, lo que dificultaría su utilidad en escenarios futuros y dinámicos, especialmente en sectores como la economía, la medicina o el clima, donde los cambios constantes exigen adaptabilidad. Incluso los sistemas autónomos, como vehículos automáticos o drones, no podrían escapar a esta dependencia humana. Diseñados para funcionar con actualizaciones periódicas y ajustes basados en nuevos datos, su operatividad quedaría restringida a las funciones preestablecidas, aumentando el riesgo de desactualización y errores en contextos cambiantes. En última instancia, la IA perdería su propósito esencial. Creada como una herramienta para servir y resolver problemas humanos, sin nuestra interacción se convertiría en una tecnología inerte, sin utilidad práctica ni relevancia en un mundo en constante transformación.

Así, queda claro que la IA no es una entidad independiente capaz de operar y progresar en aislamiento. Aunque algunos sistemas avanzados pueden llevar a cabo tareas específicas sin supervisión directa, el desarrollo y la evolución de la IA están intrínsecamente ligados a las interacciones humanas. Sin nosotros, la IA se transformaría en un vestigio tecnológico estático, incapaz de adaptarse o contribuir a un futuro en movimiento.

Por estas razones, en lugar de culpar exclusivamente a la tecnología por sus fallos, es fundamental que reflexionemos sobre cómo nuestras acciones, decisiones y sistemas contribuyen a esos resultados. Solo a través de un esfuerzo colectivo podremos garantizar que la IA evolucione de manera equitativa, transparente y ética, convirtiéndose así en una herramienta verdaderamente al servicio de la humanidad.